ANALÍA

Hugo Cella

Me crié a orillas del río, donde las aguas son más lentas y guardan el secreto debajo de la superficie. Ella era como el mar. Se agitaba en la espuma chispeante. Ella era toda una, como el mar cuando avanza o cuando se retira.

El mar es único.

Es único como uno mismo. Cuando la vida se mueve, también se mueve toda como un único cuerpo, hacia un único destino.

El destino, como la orilla, puede avanzar o retroceder, pero también es el mismo y entonces, es toda la vida la que se mueve.

Por eso, cuando Analía miró el vacío que se abría inexorable unos dieciocho metros hacia abajo, desde el quinto piso de aquel departamento en Mar del Plata -que nos vendieron con vista al mar hacía diez años y que ahora se sumía en una inmensa maraña de cemento-, sospeché que ella también, junto con la orilla del mar, avanzaba o retrocedía, pero siempre en su totalidad.

Se volvió, Analía, recostándose en la barandilla y mirando hacia dentro, donde la última luz, mortecina ya, de un crepúsculo fácilmente olvidable, acariciaba las pilas de libros que estaban sobre el piso.

Los cajones repletos de ropas, fotos, olor a naftalina y zapatos, estaban cargados ya en el camión de mudanza.

La miré una vez más y le alcancé un mate, cebado en el último cacharro que no había guardado.

Se separó de la barandilla y caminó hacia a mí, toda ella, toda su orilla. Como sospechando lo que yo podía pensar, como creyendo en un destino distinto, en otro.

- Vas a estar bien -me dijo oscura, casi sin voz, o con ese hilillo de voz que se asoma después de un silencio largo y frío.

Supuse que lo decía por decir.

Prendí la luz, una mínima lamparilla que colgaba de un cable sucio, y ahora podía verse la suciedad, las pelusas, algunos papeles, la tierra.

Analía me devolvió el mate y se asomó otra vez sobre la barandilla. Hacía frío. O quizá yo sentía frío y la luz no alcanzaba a entibiar, siquiera, el pequeño ambiente.

Me volví hacia la biblioteca simulando acomodar algún libro. Tomé la estatuilla de Afrodita y, luego de limpiarla un poco, la cambié de lugar. Todo era inútil.

Analía dejó el balcón y entró.

El frío la habrá alcanzado, pensé.

- Dame otro mate -dijo en el mismo hilillo de antes.

Eché un poco de agua en el cacharro, dejé todo sobre la mesa y, con un gesto que no hice, la invité a tomarlo. Volví a la biblioteca a simular que ordenaba. No podía imaginar otro gesto.

Entendió. Siempre entendía.

Tomó el mate y lo dejó sobre la mesa, ahora con algún desprecio. Quizás ella tampoco podía imaginar otro gesto, porque volvió al balcón.

Le dije que iba a comprar cigarrillos. Asintió sin darse vuelta y sin palabras. Sólo un gesto con la cabeza, mientras miraba con insistencia hacia abajo como para no mirarme.

Agarré la campera que estaba en la silla y, mientras me la ponía, la miré otra vez. Se había quedado asomada al balcón, mirando hacia a abajo, hacia el vacío, como buscando una respuesta a una pregunta que no se había enunciado.

Afuera hacía más frío que en el departamento y una llovizna, como una película de seda, mojaba la calle, abajo.

Traté de calcular los minutos para ya no verla. Di una vuelta innecesaria para alargar el camino.

Aquella noche, la primera, me había parecido ver en sus ojos una promesa distinta a otras que ya había visto. Sonrió y entendía que ahora, no sabía porqué, podía ser.

- El río es lento, me parece lento y, además, me parece débil -me dijo mirando el agua marrón y correntosa.

- Por debajo. Hay una corriente que va por debajo de la superficie. Es más rápida y es más peligrosa. Es distinta -le contesté mirándola otra vez para confirmar que había una promesa en sus ojos.

Ella avanzó como la orilla del mar, toda ella, toda orilla. Y quedó, ahora, mirándome.

Preferí alargar aún más el camino y dar alguna vuelta por la rambla, mientras las primeras sombras hacían más frío el panorama marino, y la llovizna luchaba para convertirse en lluvia.

Desde aquel río hasta encontrarnos buscando un departamento en Mar del Plata podían contarse alguna que otra marea.

Me pareció que el trayecto se había alargado lo suficiente. La llovizna había fracasado en su intento pero la noche le había robado la poca luz al crepúsculo.

Tuve un momento de duda cuando vi el tumulto en la vereda, cerca del camión de mudanzas. Corrí un poco y traté de abrirme paso entre la gente que se lamentaba mirando hacia abajo.

Al mismo tiempo, mientras llegaba, podía escuchar: se tiró, se tiró.

Llegué al sitio en un suspiro, en donde la gente se apretaba rodeando algo o a alguien. Contuve el latido por un instante, hasta que Analía me abrazó espantada de ver a un hombre que había decidido terminar con su vida, lanzándose desde un edificio.