LOS PLIEGUES DE LA MEMORIA

LOS PLIEGUES DE LA MEMORIA

En una de esas le pasó el tiempo y ahora está vieja, muy vieja y quizás no me recuerde, sólo de tan anciana que se ha vuelto. Tal vez transcurrió tanto para ella, que le arrugó la cara también por dentro y si la hubiese mirado, no la habría reconocido, aunque se pareciera pero con muchos más años encima.

Podría ser que sí me recordara, pero no pudiese reconocerme por no entender que, quizás, sólo pasaron para sí.

No sé porqué se me ocurrió que podía ser ella, si parecía otra persona, como si estuviera metida en otro cuerpo, uno gastado por los momentos, lleno de instantes enigmáticos. Por lo menos para mí, que pude verla por última vez, una noche que vino a mi casa porque debía devolverle un dinero. Temía que la siguieran, y miraba hacia todos lados con una sonrisa cómplice, mientras escondía el cuerpo detrás del edificio, y sólo asomaba la mirada como una gacela asustada que corría por delante de sus posibles perseguidores.

Sonrió cuando le dije que pasara. Entró rápido por el mismo miedo de antes, con la incertidumbre de dejar atrás su figura y redoblar el temor.

Le di la plata y me dijo que debía irse, porque quizá la buscara no sé quién, ni recuerdo para qué. Le quedaba poco de libertad vigilada y nada de la buena.

Al salir, lo mismo, miró hacia ambos lados, tomó impulso, me sonrió y se fue con la blancura del pecado virginal. Y debí empezar a olvidarme de ella, de algunas noches y de algunas charlas, en las que no podíamos entendernos, porque ella creía que yo debía hacer lo que no quería.

Debí olvidar, (como para no envejecer), el primer día, cuando ignoraba que ella no supiera nada de algo, que confundiese "La Divina Comedia" con alguna comedia divina o no tanto.

Puse en marcha la máquina del desamor, del recuerdo muerto, del desdibujo de sus ojos, siempre tan verdes, en lo alto, o a veces tan azules como lo imposible.

Me arranqué de la piel, su piel; me quité las fragancias siempre tan sensuales de sus recovecos casi oscuros de sexo y confusión.

Poco a poco, destruí los minutos que podíamos haber perdido en algún rincón acogedor. Los minutos y las horas y los días, en los que no podíamos mordernos los silencios, porque no hacía falta, no era necesario, entre dos que no tienen en qué estar de acuerdo, y entonces no tienen porqué confrontar.

Dejé caer la nostalgia de caminar hasta su casa, tarde o temprano, (aunque casi siempre tarde), para dejarla hasta el otro día sin saber cuál sería el último.

Pisé la muerte de su padre y la demencia de la madre, que para ella eran lo mismo, inmanejables, vanas; porque no buscaba un refugio o una contención en mis brazos, en mis palabras, y convertí a todo eso en algo inútil, vacío.

Había muerto todos los recuerdos hasta ahora, y comprendo, (mientras puedo verme en el espejo y saberme arrugado, como si el tiempo sólo hubiese pasado para mí), que ella debe estar tan joven y hermosa como la última vez, antes de recordarme.

 

 

CUENTAS EXACTAS - Hugo Cella

LOS VAMPIROS EN CAÑUELAS


El hombre daba vueltas por la pequeña habitación. Contaba los libros. Los mismos libros que ya contó tantas veces. Por alguna razón que ignoraba, el resultado era siempre diferente. Esto último lo inquietó.

El hombre ha delineado un universo circunscripto por esos libros -que insiste en enumerar-, un sofá y el teléfono. Por ahora -y porque el hombre lo ha dispuesto- ése era su universo.

Se recuestó en el sofá, boca arriba. Miró el techo y sospechó un universo, otro.

Recordó un momento de su vida, cualquiera. Supo que era un instante impreciso. Supo, también, que no era exacto, que estaba confuso entre otros momentos, incluso algunos que no vivió, pero que creía haber vivido y que con el tiempo se habían hecho reales.

Por fin, decidió tomar el teléfono y hablar con Ernesto.

En este acto, aún sin pretensiones, puede conjeturar una conclusión. Con seguridad un final que tampoco ha vivido y que, quizás, tampoco vivirá. Pero cree saber que infiriendo el desenlace, ya lo ha evitado.

Piensa que si revela su culpa, acaso podría mitigar la desgracia.

Recontó los libros, ya en el límite del tedio. El resultado era distinto. Comprendió que ésa era la razón de enumerarlos.


Aquella leve tarde de un septiembre austero, él, el otro, habría de cumplir con un recado.

Por algo más de una hora, anduvo por la zona, llevaba sus pasos y un vago recuerdo de otro universo. Al principio dando vueltas y mientras contaba las casas de color blanco. Operación que por caprichosa, resultaba siempre distinta.

Había encontrado el edificio de la víctima, con el vetusto automóvil estacionado en el frente.

Consideró que aún era temprano y buscó un quiosco para comprar cigarrillos.

Ahora, tomó el teléfono, sintió que antes ya lo había hecho. Sin embargo, conocía también, que en cualquier universo, los hechos jamás son inéditos.

La realidad es un vórtice, pensó.

Entonces él, el otro, se supo más sosegado. Encendió un cigarrillo dando una pitada larga que le quemó la lengua. Un sabor entre acre y enmohecido le hizo escupir.

Volvió al frente del edificio. Supuso -siempre prefería suponer- que ahora era menos grave.

Tanteó el revolver en la sobaquera y volvió a mirar el edificio. Parecía existir una simbiosis entre el arma y el cemento. Aunque ahora, al edificio, lo creyó más antiguo.

Contó los pisos por cuarta vez -antes lo había hecho en silencio, ahora los contaba en voz alta para sí-. Ninguna vez el resultado era el mismo, y eso le daba una sensación de inestable tranquilidad.


Cuando terminó de marcar el último número y pudo imaginar el gesto de asombro del otro -porque siempre prefirió imaginar-, supo que podía ser tarde. Y supo, también, que el recuerdo es una trampa.

Dejó el teléfono en su lugar antes de que sonara la primera campanilla. Aquel gesto, el de dejar el teléfono, cambiaba los hechos. Por un momento él era el otro. Sin embargo, también los hechos cambiaban sólo por un momento.


Miró su reloj y supo que ya era la hora precisa. Ese instante o cualquiera era igual pero creyó saber, aunque ahora él fuera el otro, que se trataba del instante correcto.

Abandonó, por la mitad, el decimocuarto recuento de los pisos. De todas maneras, sabría que el resultado sería diferente que la vez anterior. Cruzó la calle angosta y oscura. Bordeó el vetusto automóvil.

La puerta del edificio estaba cerrada. Esperó a que alguien saliera.

Esa espera podía terminar en un encuentro si acaso quien salía era el otro.


Entonces decidió tomar otra vez el teléfono y hacer la llamada.

El no lo había matado y podía asegurarlo, si le confesaba al otro, una verdad sólo posible en su universo. Esta vez, si completaba la operación se sorprendería cuando escuchara el cuarto timbre.


Esperó, mientras recontaba los libros otra vez.


Subió al ascensor y oprimió, con disgusto, la tecla número cuatro. Enumeró los pisos mientras subía y no supo porqué el resultado fue cinco. La puerta estaba entrecerrada, gravitando en la espera.

Ahora estaba sobre el sofá, lo llamaba para decirle que él no lo ha matado. Pero no se sorprendió cuando vio el arma que precedía al otro.


Luego del quinto intento, dejó el auricular en su sitio, sabía que no era el momento. Se levantó. Recorrió por decimocuarta vez la habitación, y contó los libros.


Supo, o creyó saber, que no podía dilatar la acción, y mientras Eugenio, sorprendido, con asombro, colgó el teléfono, oprimió el gatillo.


La escena no se detuvo.


Ahora, él es el otro y cuenta los libros. El resultado siempre es distinto. Eso lo inquieta.

Da vueltas por la habitación.

Se recuesta sobre el sofá, boca arriba. Mira el techo y sospecha un universo, otro.




Pasaron 29 años, pero lo conseguí. En el año 1995 gané el Premio Juan Rulfo, pero era la época analógica y no obtuve algún certificado, tan sólo salió una nota en el matutino Clarín con la noticia. Hace un par de semanas me puse en campaña de conseguir algo que certificara el premio, me comuniqué con Radio Fracia Internacional y, con una atención a mi caso realmente destacable, tuvieron la deferencia de extenderme el certificado. MUCHAS GRACIAS RFI y RFI Español .

ANALÍA

Hugo Cella

Me crié a orillas del río, donde las aguas son más lentas y guardan el secreto debajo de la superficie. Ella era como el mar. Se agitaba en la espuma chispeante. Ella era toda una, como el mar cuando avanza o cuando se retira.

El mar es único.

Es único como uno mismo. Cuando la vida se mueve, también se mueve toda como un único cuerpo, hacia un único destino.

El destino, como la orilla, puede avanzar o retroceder, pero también es el mismo y entonces, es toda la vida la que se mueve.

Por eso, cuando Analía miró el vacío que se abría inexorable unos dieciocho metros hacia abajo, desde el quinto piso de aquel departamento en Mar del Plata -que nos vendieron con vista al mar hacía diez años y que ahora se sumía en una inmensa maraña de cemento-, sospeché que ella también, junto con la orilla del mar, avanzaba o retrocedía, pero siempre en su totalidad.

Se volvió, Analía, recostándose en la barandilla y mirando hacia dentro, donde la última luz, mortecina ya, de un crepúsculo fácilmente olvidable, acariciaba las pilas de libros que estaban sobre el piso.

Los cajones repletos de ropas, fotos, olor a naftalina y zapatos, estaban cargados ya en el camión de mudanza.

La miré una vez más y le alcancé un mate, cebado en el último cacharro que no había guardado.

Se separó de la barandilla y caminó hacia a mí, toda ella, toda su orilla. Como sospechando lo que yo podía pensar, como creyendo en un destino distinto, en otro.

- Vas a estar bien -me dijo oscura, casi sin voz, o con ese hilillo de voz que se asoma después de un silencio largo y frío.

Supuse que lo decía por decir.

Prendí la luz, una mínima lamparilla que colgaba de un cable sucio, y ahora podía verse la suciedad, las pelusas, algunos papeles, la tierra.

Analía me devolvió el mate y se asomó otra vez sobre la barandilla. Hacía frío. O quizá yo sentía frío y la luz no alcanzaba a entibiar, siquiera, el pequeño ambiente.

Me volví hacia la biblioteca simulando acomodar algún libro. Tomé la estatuilla de Afrodita y, luego de limpiarla un poco, la cambié de lugar. Todo era inútil.

Analía dejó el balcón y entró.

El frío la habrá alcanzado, pensé.

- Dame otro mate -dijo en el mismo hilillo de antes.

Eché un poco de agua en el cacharro, dejé todo sobre la mesa y, con un gesto que no hice, la invité a tomarlo. Volví a la biblioteca a simular que ordenaba. No podía imaginar otro gesto.

Entendió. Siempre entendía.

Tomó el mate y lo dejó sobre la mesa, ahora con algún desprecio. Quizás ella tampoco podía imaginar otro gesto, porque volvió al balcón.

Le dije que iba a comprar cigarrillos. Asintió sin darse vuelta y sin palabras. Sólo un gesto con la cabeza, mientras miraba con insistencia hacia abajo como para no mirarme.

Agarré la campera que estaba en la silla y, mientras me la ponía, la miré otra vez. Se había quedado asomada al balcón, mirando hacia a abajo, hacia el vacío, como buscando una respuesta a una pregunta que no se había enunciado.

Afuera hacía más frío que en el departamento y una llovizna, como una película de seda, mojaba la calle, abajo.

Traté de calcular los minutos para ya no verla. Di una vuelta innecesaria para alargar el camino.

Aquella noche, la primera, me había parecido ver en sus ojos una promesa distinta a otras que ya había visto. Sonrió y entendía que ahora, no sabía porqué, podía ser.

- El río es lento, me parece lento y, además, me parece débil -me dijo mirando el agua marrón y correntosa.

- Por debajo. Hay una corriente que va por debajo de la superficie. Es más rápida y es más peligrosa. Es distinta -le contesté mirándola otra vez para confirmar que había una promesa en sus ojos.

Ella avanzó como la orilla del mar, toda ella, toda orilla. Y quedó, ahora, mirándome.

Preferí alargar aún más el camino y dar alguna vuelta por la rambla, mientras las primeras sombras hacían más frío el panorama marino, y la llovizna luchaba para convertirse en lluvia.

Desde aquel río hasta encontrarnos buscando un departamento en Mar del Plata podían contarse alguna que otra marea.

Me pareció que el trayecto se había alargado lo suficiente. La llovizna había fracasado en su intento pero la noche le había robado la poca luz al crepúsculo.

Tuve un momento de duda cuando vi el tumulto en la vereda, cerca del camión de mudanzas. Corrí un poco y traté de abrirme paso entre la gente que se lamentaba mirando hacia abajo.

Al mismo tiempo, mientras llegaba, podía escuchar: se tiró, se tiró.

Llegué al sitio en un suspiro, en donde la gente se apretaba rodeando algo o a alguien. Contuve el latido por un instante, hasta que Analía me abrazó espantada de ver a un hombre que había decidido terminar con su vida, lanzándose desde un edificio.


DOBRINË STANÏA, LA OTRA

Dobrinë Stanïa, la otra

Dobrinë Stanïa, la otra

Ahora su vida era otra. Volvió a tocar su cara y, sin quererlo, esparció la lágrima dividiéndola, haciéndole un pliegue. Un pliegue similar al que ahora tenía su vida.

Se alejó del puente -que se llamaba Sbunäià Tjënô, o algo así-, pensando en cómo entraría la nieve por sus zapatos. Sin embargo, supo, desde la lágrima que corría por su cara, desde el mismo instante en que se fundió en el abrazo con aquélla, o creyó hacerlo - ahora no recordaba si había ocurrido o era sólo un sueño -, que su vida era otra.


Diario de Dobrinë


Enero, 11

Entonces ya no tiene importancia si su nombre es Elsa o Estela, o alguno similar. Es pobre. Ahora ella cree tener un nombre y eso es lo importante. Y tiene un pasado, y un presente, y sabe que tiene un presente. Con ese sentimiento de certeza me alejé del puente - porque no sé si lo viví o aún es un sueño, un sueño premonitorio -. Me alejo del puente entre risitas en otro idioma, sosteniendo una lágrima que se pliega sobre mi cara.

Recordaré esta lágrima por siempre. La lágrima que me fusionó con la otra - no sé si lo he vivido o es un sueño, un sueño premonitorio -.

Cuando llegué al cuartucho y vi a Günter o Bjorgë o Eröd - porque nunca supe bien su nombre -, tirado en el catre sucio, comprendí que ya no pertenecía a ese sitio. Traté de...


Enero, 12

...no despertarlo, un poco porque el frío dentro del cuartucho era igual o más intenso que afuera y retomar el sueño podía ser dificultoso, y otro tanto porque si lo despertaba, Günter o Bjorgë o Eröd - nunca pude retener su nombre -, podía volver a pegarme.

También recordé cuando me decía que no teníamos nada que perder, y que dos cuerpos se abrigan juntos más que uno solo.

Yo creí. Siempre creí, y ahí estaba la diferencia. Nunca necesité de sus palabras ni de sus frases ingeniosas para creer.

Lo miré un instante, sólo por mirarlo. En algún momento tuve ganas de tirarme en el catre. Y dormir. Y no despertar. Pero toqué, otra vez, la lágrima de frío o de miedo o de tristeza, y sacudí la cabeza para no volver.

Junté mis pocas cosas en un hatillo. Recordé llevarme un poco de papel y un lápiz que había guardado en un sitio secreto. Salí lo antes que pude.

Ese día, cuando ya estaba en la calle empecé a escribir esto. No escribo tan rápido ni tan bien como la otra.


Enero, 20

Hace frío. Ahora sé que hay una otra allá, en un algún sitio confortable, viviendo en una casa que no conozco y que está sobre una calle que ignoro.

Sé que ella está y debe ser una vida muy tediosa, entre músicas más cercanas a este lugar que a aquel. Bach, Brahms, Chopin. Escuchando algún concierto de alguna amiga en un teatro inmenso y lujoso. Una pianista con un extraño nombre como: Elsa o Estela. Y yo, ahora, soy ella, la otra.

Anoche caminé otra vez por el puente Sbunäià Tjënô, ahora hacia el otro lado, sospechando que podría ser la última. Fue por esa razón, quizás, que me apareció una sonrisa en el rostro. En el mismo rostro en donde había dejado congelar la lágrima. La lágrima del pliegue. La misma. La otra.


Febrero, 20

Lloro. A veces lloro por la mañana. Sobre todo cuando creo que extraño el otro lado del puente Sbunäià Tjënô. Entonces siento la cara mojada por una lágrima que es mía. Sé - porque estuvo conmigo, porque fuimos una durante un poco más de un segundo, la otra noche que la soñé y no podía despertar por el frío - que allá, del otro lado de aquel océano inmenso, hay otra que interpreta Faure en el piano. Y que habla francés. Y que sueña que es otra muy lejos.

Cuando la nieve entra, a veces, por mis zapatos, sé que ella se viste para ir a un concierto. Pero ¿lo sé? ¿Lo he vivido? ¿Ocurrió o fue un sueño? Tal vez fue un sueño premonitorio.

La otra noche volví al puente pensando en aquella idea casi con obsesión. Busqué un refugio cerca. Después me pregunté: ¿por qué cerca del Sbunäiâ? No supe qué contestarme. Encontré un umbral seco, frío pero seco, que podía servir muy bien a mis pretensiones.

Acomodé mis pocas cosas y sequé una lágrima plegada, que no supe si era de frío o de tristeza. No por ella...


Enero, 30

...sino por la otra. La que sufre en otro sitio, lejos. Sé que está triste, que quiere venir, verme, odiarme, sentirme, quererme y por fin, dejarme.

No importa. Ella sufre. Piensa en otra vida, sin Faure. Sin teatros que se llamarán Alahmbra, Gaúcho, Tangë, o algo así, al fin y al cabo todos suenan igual.

Hoy hace más frío que ayer.

Caminará por salas inmensas. Sentirá el calor del verano - porque allá será verano, porque tienen verano, no como acá -. Y sentirá la atmósfera sofocante del rito y la anestesia que adormece los amores, los odios, los adioses.

Cuando le dije a Bjorgë - prefiero creer que se llamaba Bjorgë -, lo de la otra, me pegó otra vez. Sé que estará nervioso esperando que regrese. O peor, estará enojado con más ganas de golpearme.


Enero, 31

Esperé más de una noche, soportando el frío mordaz de este maldito y frío Budapest, estirando la mano lo necesario para recibir alguna moneda descuidada y fría, también.

Sabía, desde el comienzo, que el fin estaba cerca...


Febrero, 5

...tanto que puedo sentir la nieve que penetra en mis zapatos y en los de ella. En los finos pies, delicados, de ella que bosteza en algún teatro escuchando una ópera o una sinfonía complicada. Y subirá a su cuarto a dormir y no podrá. Y hará palíndromas, que en su idioma - porque habla otro idioma que no conozco -, sonarán como: El birrete terrible o parecido. Y sus lágrimas, sin pliegues, no pueden salir como las mías.

Pobre. Es pobre. No tiene lágrimas. Es una vida agobiante. La atmósfera sofocante del rito y la anestesia que adormece los amores, los odios, los adioses.

Le dedico esta lágrima, la última. En el lejano pliegue de esta lágrima está cerca su otra vida. Sé que la siente tanto como yo. Y por eso hace palíndromas. Y hace anagramas con el nombre de ella que no imagino como es, pero que suena a reina o algo así.

Ella es la reina y yo...


Febrero, 6

Bjorgë no tardó en encontrar mi escondrijo del umbral oscuro y frío de la casa abandonada del otro lado del puente.

Me levantó tomándome por mis pocas y frágiles ropas y, rompiéndome, en el envión, la solapa del chaleco negro, me tiró sobre la vereda.

Me levantó otra vez. Me abofeteó en el pómulo. Olí su mano grasienta. Sentí su mano sucia golpearme el pómulo. El frío colaboró haciendo más violenta la escena y aún más doloroso el golpe. Así, medio arrastrándome y medio caminando, me trajo al cuartucho.

Bjorgë se ocupó de colocar mis pocas cosas en los sitios de antes y no pude aguantar. Comencé a llorar, al principio con algún esfuerzo, pero luego suave y sostenido. No quise apagar las lágrimas porque me refrescaban la cara y me calmaban el dolor del golpe. Ella estaría sufriendo una pena de amor, lo sabía.

Lo sabía porque nunca me habían dolido tanto los golpes como ahora. Es porque ella está sufriendo. Se lo conté a Bjorgë y dice que estoy loca, que mi vida termina aquí y que nadie me espera en ningún puente. Pero yo sé que ella está pensando en mí y está sufriendo. Esa reina. Es la reina y...

Cercana.


Marzo, 15

Cada tanto puedo escaparme al frío puente. Puedo ver, con algún esfuerzo, a los chicos jugar con la nieve. Ver a otros patinar sobre el Danubio congelado. Me apoyo sobre borde del puente, apretando los puños para que me dé calor y pienso en ella que sufre lejos, que sabe que soy su mitad. O soy yo quien cree que ella es mi mitad. O ni yo ni ella sabemos con exactitud qué mitad somos de cuál. Al fin, no somos ni ella ni yo. Somos la otra.


Marzo, 28

Sé que se acerca el día. Lo supe cuando esta mañana, Bjorgë, que estaba despierto cuando abrí los ojos, mi miraba como entendiendo. No quiso pegarme y puso un trozo de pan sobre una caja como invitándome a comerlo.

La temperatura había bajado aún más o eso parecía. Me preguntó si era ese día. Le dije que no, pero que el día estaba muy cerca. Creo que Bjorgë tiene miedo, mucho más que yo.


Abril, 7

Ella me esperará en el puente. Lo sé. Mañana a las cinco de la tarde. Ella saldrá del hotel Ritz y con poco abrigo - porque ella de allá no sabe lo que es acá -, sólo con un traje azul. Mañana.


Abril, 8

Ya es la hora. Voy hacia el puente. La veo. Me ve. Podemos tocarnos.

Ella me abraza y ahora mi vida es otra, lo sé.

No soñaré con fríos Budapest ni con nieves. Volveré a mis propias penas de Buenos Aires. Conciertos de Faure y galas nocturnas más frías que las frías calles de Budapest.

Ella quedará con Günter o Bjorgë o Eröd, o como se llame. Para bien o para mal, compartirá su pan y su desdicha. Pero no estará sola. Ella lo sabe, aunque no quiera.

Vuelvo a tocar mi cara y, sin quererlo, esparzo la lágrima dividiéndola, haciéndole un pliegue. Un pliegue similar al que ahora tiene mi vida.

Me alejo del puente - que se llama Sbunäià Tjënô, o algo así - pensando en cómo la nieve entrará por sus zapatos. Sin embargo, sé, desde la lágrima que corre por mi cara, desde el mismo instante en que me he fundido en el abrazo con aquélla, que mi vida es otra.


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